El arácnido, como si hubiera
comprendido, inició el rápido ascenso y bien pronto se perdió entre las
molduras del colgante, en donde tenía escondido su aposento de cristal.
La amistad entre estos personajes
tan distintos se arraigó cada día más y conforme la niña se sentaba para
almorzar, la arañita bajaba de su escondite y se colocaba casi al nivel de los
ojos de la alegre criatura, como si quisiera darle los buenos días.
Así pasaron muchas semanas, hasta
que una vez la desgracia llamó a la puerta de ese hogar, al ponerse enferma de
mucho cuidado la hermosa criatura, que por su estado febril hubo de guardar
cama, con el consiguiente sobresalto de los padres que se desesperaban ante el
peligro de muerte que corría el rayo de sol de la casa.
La pequeña, dolorida y presa de una
modorra permanente producida por la alta temperatura, creía ver entre sueñas a
su diminuta compañera, que se balanceaba sobre su cabeza y le sonreía
cariñosamente, colgada de su hilillo invisible.
- ¡Buenas noches, querida mía!
-susurraba la niña alargando sus manecitas.
- ¡no puedo moverme, pero te
agradezco la visita! ¡Estoy muy malita y creo que me moriré!
Los padres escuchaban estas palabras
y creían, como es natural, que eran ocasionadas por la fiebre que abrasaba el
cuerpo de la enfermita.
Mientras tanto, la arañita del
comedor, al no ver más a su amiga, había abandonado la tela y deslizándose por
las paredes, pudo llegar, venciendo muchas dificultades, hasta el dormitorio en
donde reposaba Consuelo. El animalito quizá no se dio cuenta cabal de todo lo
que ocurría, pero se extrañó mucho de que su compañerita no pudiera levantarse
de la cama, que a ella le parecía, desde las alturas, un campo blanco de tamaño
inconmensurable.
Pero, como la simpatía y el amor
existe en todos los seres de la creación, nuestra amorosa arañita se conmovió
mucho de la situación de su graciosa amiga y decidió acompañarla, formando otra
tela sobre la cabecera de la cama, escondida tras un cuadro que representaba al
niño Jesús.
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